¿Nunca te equivocas en tu trabajo?

En la época de estudiante en la Facultad de Psicología, a la hora de trabajar sobre las asignaturas de psicología clínica, una metodología muy usada en la parte práctica eran los análisis de casos. Normalmente nos entregaban fotocopias de algún libro de prestigio donde se detallaban los pasos que se habían seguido con un paciente.
Aparecían detalles sobre la entrevista previa, diagnóstico, planteamiento de objetivos terapéuticos, tratamiento y seguimiento del mismo. Sin duda, era una buena manera de acercarnos un poquito más a la práctica clínica, observando como había mejorado una persona con un trastorno en concreto. Sin embargo, cuando, una de las cosas que nos llamaban la atención a varios compañeros y a mí es que todos los casos se resolvían maravillosamente bien: diagnóstico perfecto, colaboración del paciente, tratamiento efectivo al 100% y en el seguimiento a los 6 meses o al año, la cosa seguía igual de bien.
Comentábamos en aquellos días lo aburrido y repetitivo que nos resultaba estudiar artículos en donde el éxito parecía ser que ya estaba garantizado a priori, hasta que un día nos presentaron un caso en donde los autores explicaban como habían hecho un diagnóstico erróneo, y por tanto, un tratamiento no adecuado para ese paciente. Se detallaba cómo no se habían tenido en cuenta detalles importantes a la hora de la recogida de datos y las pautas para la mejora del cliente no eran efectivas. Más tarde se describía la metodología usada para “solventar” el error, y, sin duda, a todos nosotros nos resultó uno de los casos prácticos más interesantes de los que estudiamos. Nos llamó la atención que un grupo de profesionales que había escrito un artículo no tenía reparos en reconocer un fallo en su trabajo y cómo habían intentado “arreglarlo”, sin miedo a que sus carreras fueran desprestigiadas o algo por el estilo.
Errores: todos los cometemos. Al igual que estar vivo nos da el 100% de morir, estar vivos también nos da una alta probabilidad de cometer muchísimos errores a lo largo de nuestra carrera. Pero curiosamente, aunque muchos entendemos que cometer errores forma parte de una cierta “normalidad” en nuestras actuaciones, la evolución y exigencias de la sociedad actual junto con las distorsiones cognitivas que aplicamos un día sí y otro también en la percepción de la realidad, hace que la mayoría de las ocasiones intentemos “tapar” nuestros errores o que por lo menos no se vean demasiado. El cortoplacismo imperante y nuestra ansiedad, a veces latente y a veces del todo manifiesta, provoca que las cosas tengan que estar hechas siempre ayer o anteayer, y encima bien hechas siempre.
Hace unas cuantas semanas publicaba en el blog un post llamado “Si no puedes hacerlo, no digas que sí”, donde relataba como estuve a punto de no poder sumir un compromiso profesional y los errores que cometí al afrontar el mismo. El post generó una importante cadena de retweets (por lo menos más de lo que un humilde bloguero como yo está acostumbrado) y lo más importante, obtuvo también muchos comentarios. Pero lo que más me llamó la atención es que casi todos ellos giraban en torno al mismo tema: lo que venían a decir casi todos los comentaristas es que les parecía genial que hubiera hecho un ejercicio de autocrítica porque no suele ser común hacerlo, y me animaban a aprender de la experiencia.
Lógicamente, me arriesgué al publicar la experiencia que había pasado, porque demostraba que había errado en la toma de decisiones y no había hecho un buen ejercicio de planificación, pero pensé que era mejor expresarlo y hacer un ejercicio de catarsis antes de comérmelo yo solo. Personalmente, creo que la autocrítica debe ser parte esencial de nuestra autoevaluación como personas y profesionales, pero rara vez la practicamos, y si lo hacemos, suele ser “en secreto”, no se vayan a dar cuenta los demás…
No cabe duda de que a todos nos gusta ofrecer a los demás lo mejor de nosotros mismos, y que en determinadas ocasiones se hace necesario una buena sesión de maquillaje con el que disimular ciertas arrugas profesionales y personales que nos han ido saliendo con el paso del tiempo; pero ¿por qué nos cuesta tanto asumir nuestros errores? Quizás los niveles de autoexigencia son tan elevados que no nos podemos permitir esa licencia: “lo que hago bien lo cuento y que se entere todo el mundo, pero no me puedo permitir el más mínimo fallo ni que nadie se entere de él”
Pues una pena, porque aunque sea una frase que ya suena a tópico, creo que es del todo cierta: se aprende más de los errores que de los éxitos. Cuando las cosas nos salen bien, nos acomodamos y no reflexionamos demasiado acerca de “por qué salieron bien”, pero si salen mal hacemos una evaluación pormenorizada de los elementos que fallaron y las soluciones que podemos aplicar la próxima vez.
Por otro lado, si hacemos un esfuerzo por evaluar esos elementos, como no nos gusta quedar demasiado mal, muchas veces recurrimos a los elementos externos como explicación ante un fracaso (por ejemplo: “el entorno no era el más adecuado”….”las circunstancias fueron imprevisibles….”, “Había una actitud poco receptiva….”). Falla lo de fuera, pero no nos fijamos en lo de dentro, y como ya dije antes, hemos ido adquiriendo con el paso de los años una suerte de “fobia al fracaso”, que actúa como variable moduladora en muchas de nuestras actuaciones.
Pongamos un poco de empeño en pensar qué cosas podemos mejorar, pero sobre todo gastemos un poco de nuestras energías en “normalizar” los fracasos; éstos forman parte de nuestros comportamientos, nos gusten o no, peor evitarlos, taparlos o escondernos no nos ayuda en nada, más bien lo contrario.
Y ahora piénsalo: ¿nunca te equivocas en tu trabajo? ¿lo cuentas o lo escondes?
Oliver Serrano León

SI NO PUEDES HACERLO, NO DIGAS QUE SÍ

Llevo unas cuantas semanas un tanto alejado de la blogosfera y de twitter, debido a obligaciones profesionales. Apenas he podido leer algún post de interés o interaccionar con alguien porque he estado impartiendo un curso que me ha exigido el 120% de mis esfuerzos, y mi familia tampoco ha visto mi cara demasiado en estos últimos días.


 En un post de principios de año relataba como me sentía ante el ERE que se avecinaba sobre la fundación en la que trabajaba. Recibí muchos comentarios de ánimo (que aprovecho para volver a agradecer), y en su gran mayoría me encomendaban al sentido de la oportunidad que tiene un período de crisis; los períodos se incertidumbre pueden venir a ser pequeñas revoluciones desde donde surgen los cambios.

En plena etapa de reuniones, firmas de documentación para el abogado, manifestaciones y demás tareas propias del trabajador que pierde ilegal e injustamente su trabajo, sonaba mi teléfono para una propuesta de docencia para un curso de los servicios públicos de empleo; era una de esas famosas oportunidades que supuestamente surgen desde el hoyo del desempleo. Suelo ser reflexivo a la hora de tomar decisiones, pero en este caso fui algo impulsivo y dije que sí; faltaban muy pocos días y aunque el tiempo escaseaba, me iban a facilitar bastante material y lo que pagaban estaba bien y el dinero siempre hace falta.

Pero pequé de ingenuo. Por mucho que te faciliten la labor, no se prepara un curso en pocos días, y menos aún cuando la documentación administrativa (independiente de la documentación para los alumnos) es amplia y exigente. A pesar de estar desempleado, no estoy desocupado, tengo otro trabajo un par de tardes a la semana que me piden una total atención y una familia en casa que espera que no sólo esté fisicamente (que he estado bien poco) sino también mentalmente.

En resumen, he pasado muchos días de muchísimo trabajo, robándole horas al sueño para ofrecer un mínimo de calidad y sobre todo, transmitir conocimiento y no retransmitirlo (tal y como decía en uno de mis ultimos posts)…pero la pregunta que me hago hoy, que ya he acabado de impartir docencia es…¿Ha valido la pena?

Sí y no. He tenido la oportunidad de conocer a profesionales que están invirtiendo muchas horas de su vida en aprender y mejorar; sin duda, si no hubiera impartido los módulos de este curso, no podría haber contactado con ellos. Y es más, me llevo su gratitud que, valga la redundancia, les agradezco de infinito; me voy orgulloso de haberles motivado a seguir con el curso y de que, al menos, les hayan quedado claras unas cuantas ideas.

Pero por otra parte, he estado muy al límite, y lo que es peor, no tuve tiempo de preparar la parte metodológica y tuve una inspección del curso que no fue del todo favorable, hecho que me dejó algo tocado. En todo caso, la experiencia me sirve para tener las cosas más claras la próxima vez, y me he propuesto a mí mismo una serie de normas que se resumen en la frase que da título al post: Sí no puedes hacer algo, no digas que sí.

No creo que tenga mucho que ver con la asertividad, aunque pudiera parecerlo; más bien, en mi caso, ha sido el impulso por estar activo, por enseñar, y lógicamente por tener unos ingresos que no estaban previstos. Pero no lo he hecho de la mejor forma. Ponía un ejemplo a una persona acerca de este tema el otro día: “Tan importante es conducir bien como tener el carné de conducir”.

Me refiero a que uno puede creer que es un buen profesional, pero hay que tomar las decisiones con cierta mesura, y sobre todo ser consciente de que las cosas bien hechas llevan tiempo, y no se puede ir deprisa y corriendo porque corremos el riesgo de caernos. No se si me he caido o no, pero sí que probablemente me haya resbalado un poco; lo bueno es que un resbalón se arregla levantándose, y si en el suelo había algo de barro, pues se lava y a lucir de nuevo esa ropa que nos gusta tanto.

Hoy estoy más tranquilo, con ganas de sentarme a pensar, de disfrutar de mi familia y de reflexionar acerca de mi futuro, ya que hay opciones interesantes a la vista, pero sobre todo intentaré seguir con la máxima que me he propuesto: si no puedo hacer algo, diré que no y evitaré las 140 pulsaciones por minuto, que no son demasiado sanas.

Oliver Serrano León

¿QUÉ QUIERES SER DE MAYOR?


Hace unos días leía con interés una entrada de José Miguel Bolívar en su blog Optima Infinito acerca de las listas de “algún día/tal vez”, dentro de la metodología GTD para el desarrollo de la productividad. Dice José Miguel que podemos usar estas listas para anotar todos aquellos proyectos que tenemos en mente; seguro que en la actualidad no tenemos tiempo para dedicarles a todos ellos, pero tampoco queremos que caigan en saco roto y el uso de estas listas ayuda bastante.

Pero no voy a hablar de esos “algún día/tal vez”, en el contexto del GTD, porque para eso José Miguel lo hace ya muy bien. Quiero hablar de esos proyectos que muchos de nosotros tenemos, ya sean más “vitales” o existenciales, laborales o de otra índole. Algunos puede que más realizables o asumibles que otros, pero en el fondo, siempre nos ronda en la cabeza alguna idea

Si nos centramos en los proyectos en el ámbito laboral, pensemos desde qué momento empezamos a pensar en ellos: cuando los niños van creciendo y ya tienen una cierta edad, se les formulan algunas preguntas que han pasado a ser prototípicas: ¿Te portas bien en el cole? ¿Qué te han traído los reyes?, pero sin duda, una de las preguntas estrella es ¿qué quieres ser de mayor?

Las respuestas suelen apoyar fielmente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (ej: policía), apoyan el sector del transporte, sobre todo el aéreo (ej: piloto), promueven la actividad física saludable y bien remunerada (ej: futbolista) o dan rienda suelta a la fantasía y ciencia ficción (ej: Superman, Batman…). Son profesiones a los que muchos de nosotros aspiramos cuando somos pequeños, en gran medida porque a esa edad, aunque no sepamos expresarlo correctamente, sabemos que son empleos con un status reconocido y bien remuneradas.

Pero con el paso del tiempo, muchas de esas expectativas se ven frustradas por varias razones: impedimentos económicos, frustradas vocaciones, fluctuaciones del mercado laboral, etc. Algunos consiguen los objetivos que se planteaban desde que apenas pasaban del metro de altura, y sin embargo, otros no llegaran nunca a pilotar ese avión que soñaban.

A pesar de esto, todos en mayor o menor medida desarrollamos nuestra carrera profesional. Nos decantamos por aquello que nos gusta, lo que está moda, lo que hacen nuestros amigos o lo que sueñan nuestros padres. Poco a poco, nos vamos estableciendo como trabajadores por cuenta ajena o emprendiendo un negocio, ganamos nuestros primeros sueldos y los invertimos como vamos creyendo conveniente.

Podríamos decir que con esos pasos satisfacemos la base de la pirámide de Maslow: con nuestro trabajo y la remuneración que conlleva cubrimos la dos primeras partes de la jerarquía: las necesidades fisiológicas y de seguridad. ¿Pero qué ocurre con las dos necesidades que se encuentran en el punto más alto de la pirámide?

El trabajo es una manera de sentirse reconocido y realizado. No debería ser la única (aunque por desgracia lo es para algunos, sobre todo para los workaholics), y hay muchas otras facetas con las que completar esas necesidades. No hay que pensar en el trabajo como un concepto cerrado: podemos considerar parte de un trabajo escribir un blog sobre algo que nos gusta, y sentirnos perfectamente realizados con ello.

Sin embargo, en muchas ocasiones no logramos realizarnos con nuestro empleo porque, simplemente, no hemos logrado nuestros objetivos. Sí, tenemos un trabajo, pero éste no logra cubrir nuestras expectativas laborales. Tenemos metas por alcanzar, damos mil vueltas, a los proyectos e ideas en nuestra mente pero a veces se quedan en eso, en meros proyectos por hacer. ¿Y si hacemos un esfuerzo por lograr aquello que nos proponíamos de pequeños? Quizás ya no puedas ser un afamado guitarrista de rock, pero sí que puedes dar clase de guitarra y transmitir lo que sentías al oír esa música que tanto te gustaba.

¿Qué quieres ser de mayor?

Oliver Serrano León